Pues bien, ¿en qué consistió,
realmente, la traición de Judas? Como suele suceder, la respuesta más simple es
la más acertada. Los jefes del judaísmo pretendían capturar a Jesús con la
mayor discreción posible, ya que el pueblo aún estaba impresionado por su
entrada en Jerusalén. Ahora bien, Judas, que estaba familiarizado con las
costumbres de Jesús, podía indicarles el lugar más apropiado para prenderlo sin
tumulto. El relato de la última cena da testimonio de la actitud de Judas y de
la increíble insolencia y desfachatez con que pregunta directamente a Jesús:
«¿Acaso soy yo, Maestro?» (Mt 26,25). Todo está aquí bajo el signo de una
vileza inconcebible y de una ruindad de espíritu que lleva al traidor a convenir
con los captores la señal de su traición: un beso de saludo a la víctima. Y
otra vez es Juan –¡cómo debió éste de odiar a Judas desde lo más hondo de su
sensibilidad humana!– el que en su relato de los hechos comenta con un
dramatismo impresionante: «Y detrás del bocado [que le ofreció Jesús], entró en
él Satanás» (Jn 13,27). Ese «bocado» no fue la eucaristía, pues judas no estuvo
presente en la institución del «misterio de la fe», sino que, más bien, se
trató de una deferencia con la que el padre de familia solía obsequiar a uno de
los comensales ofreciéndole un bocado de hierbas mojadas en la salsa. Con todo,
esa muestra de amistad, ese último detalle de Jesús, no sólo fue un sello de
ruptura entre Maestro y discípulo, sino que endureció definitivamente la
actitud interior de Judas. Y así es como «entró en él Satanás».
Pero a la acción depravada
siguió el arrepentimiento. Y Judas se vio abrumado por todo lo que había
perdido. El simple recuerdo no era en modo alguno comparable con la cruda
realidad de unos hechos consumados que le retaban fríamente desde el rostro de
aquellos a los que él había prestado sus servicios. ¡Cuánta rabia y qué
conmovedora impotencia se encierra en el gesto, tan desesperado como inútil, de
arrojar contra el santuario el producto de su traición!... Y luego, el trágico
final, con el suicidio del renegado.
Ahora bien, al hablar de
judas, no debemos fijarnos exclusivamente en él. Cierto que fue judas el que
traicionó materialmente a Jesús. Pero, ¿fue el único que se movió en el ámbito
de la traición? ¿Cómo actuó, por ejemplo, Pedro, elegido por Jesús para estar
junto a él y contemplar su gloria en el monte de la transfiguración, y
constituido roca fundamental de su Iglesia y portador de las llaves de su
reino? Cuando la situación empezó a ser peligrosa, y él mismo se vio
comprometido de la manera más ridícula por la observación de una criada que lo
delató públicamente con el comentario: «También ése andaba con él», Pedro no
supo sino replicar: «Mujer, no conozco a ese hombre» (Lc 22,56–57). Y poco más
tarde, se puso a jurar y perjurar no una ni dos, sino tres veces, que no
conocía a Jesús (Mt 26,72–74). Pues, ¡eso fue traición! Y si no llegó a
hundirse en ella, sino que encontró el camino del arrepentimiento y de la
conversión, todo fue por una gracia divina. Y, ¿qué pasó con Juan? También él
se dio a la fuga, como los demás discípulos; sólo que, en su caso, la huida
adquiere una especial importancia, por tratarse del discípulo predilecto de
Jesús. Es verdad que regresó y que estuvo al pie de la cruz de su Maestro; pero
el hecho mismo de regresar se debió a impulso divino... Y, ¿el resto de los
discípulos? Abandonaron al Maestro, como estaba predicho: «Heriré al pastor, y
se dispersarán las ovejas» (Mt 26,31)... Y, ¿el pueblo? ¿Qué pasó con él? ¿No
le había dedicado Jesús los más continuos desvelos? ¿No había curado a los
enfermos, alimentado a los hambrientos, confortado a los afligidos? ¿No era ése
el pueblo que, iluminado por el Espíritu, lo había reconocido y proclamado
abiertamente como Mesías? Entonces, ¿cómo pudo llegar a traicionarlo, hasta el
extremo de preferir que se liberara a un bandolero, en lugar de a este
hombre?... Y, ¿qué decir de Pilato? En su conversación con Jesús sucede algo
profundamente conmovedor. Llega un momento en que el romano, a pesar de su
escepticismo, se queda mirando fijamente a Jesús, como invadido por una difusa
sensación de complicidad, algo así como una oleada de mutua simpatía. Pero
pronto se impone el frío razonamiento, y Pilato «se lava las manos» (Mt 27,24).
¡En fin, una pena! Podríamos decir que en la traición de Judas se hizo realidad
con todo su dramatismo lo que siempre había bullido en torno a Jesús como
posibilidad remota. De hecho, en el fondo, ninguno de los que rodeaban a Jesús
tenía motivos suficientes para considerarse a sí mismo mejor que Judas.
Tampoco nosotros los tenemos,
fuerza es reconocerlo. Desde luego que la tentación de traicionar a Dios nos
ronda a todos de un modo insidioso. Pero, ¿qué podría traicionar yo, sino lo
que se ha confiado a mi lealtad? Y, ¿qué significa eso en relación con Dios? Ni
más ni menos, lo que dicen las propias palabras: que Dios no se ha revelado
sólo en la enseñanza de unas verdades o en la imposición de ciertos mandatos
con sus respectivas consecuencias, sino que se ha manifestado en persona. Su
verdad está en él mismo. Y también su voluntad. Al que presta atención Dios le
comunica su propia fuerza, de modo que el oyente no recibe sólo una palabra,
sino a la persona misma del «Consagrado de Dios». Por eso, escuchar a Dios es
abrirse a él; creer en Dios es «aceptarlo con lealtad». El Dios en quien nosotros
creemos es un Dios que viene, que entra en nuestro interior, que se somete al
dominio de nuestro espíritu y de nuestro corazón; es un Dios que cuenta con la
lealtad de nuestro corazón y con la dignidad de nuestro espíritu. ¿Dignidad? ¿Y
aquí se habla de dignidad? Pues sí, porque cuando Dios entra en el mundo se
despoja de su poder; su verdad renuncia a toda imposición violenta, sus
mandatos prescinden de la fuerza coercitiva del castigo, en cuanto consecuencia
lógica de la acción. Dios viene al mundo indefenso, sin palabra, con paciencia
infinita. «Se despojó de su rango, y asumió la condición de esclavo» (Flp 2,7).
De ahí que cobre tanta mayor profundidad la invitación que se hace a la fe para
que reconozca al Dios escondido y profese lealtad al soberano indefenso...
Pero, ¿no es verdad que a lo
largo de nuestra vida hemos abandonado muchas veces a ese Dios, renunciando
incluso a nuestras convicciones más profundas, a nuestros más nobles
sentimientos o a deberes tan sacrosantos como el amor, por simples
frivolidades, por satisfacciones pasajeras, por míseros beneficios, por una
sensación de seguridad, por una explosión de odio, o por una venganza premeditada?
Pues bien ¿es eso más que treinta monedas de plata? En realidad, no tenemos
muchos motivos para hablar del «traidor» –quizá, hasta con indignación-, como
si se tratara de algo que no nos incumbe directa ni personalmente. Sin embargo,
la figura de judas nos desenmascara a nosotros mismos. Al personaje podemos
entenderlo, aun en sentido cristiano, si lo enfocamos desde las depravadas
posibilidades de nuestro propio corazón y pedimos a Dios que no permita jamás
que esa traición en la que caemos día a día adquiera consistencia en nuestro
ser interior. De hecho, el endurecimiento en una actitud de traición que se
apodera absolutamente del corazón del hombre y no le deja ninguna vía de escape
hacia el arrepentimiento, ¡eso es Judas!
Romano Guardini