miércoles, 27 de marzo de 2013

Meditación sobre la traición de Judas - Romano Guardini - III Parte (final)

Judas (Tercera parte - final)

Pues bien, ¿en qué consistió, realmente, la traición de Judas? Como suele suceder, la respuesta más simple es la más acertada. Los jefes del judaísmo pretendían capturar a Jesús con la mayor discreción posible, ya que el pueblo aún estaba impresionado por su entrada en Jerusalén. Ahora bien, Judas, que estaba familiarizado con las costumbres de Jesús, podía indicarles el lugar más apropiado para prenderlo sin tumulto. El relato de la última cena da testimonio de la actitud de Judas y de la increíble insolencia y desfachatez con que pregunta directamente a Jesús: «¿Acaso soy yo, Maestro?» (Mt 26,25). Todo está aquí bajo el signo de una vileza inconcebible y de una ruindad de espíritu que lleva al traidor a convenir con los captores la señal de su traición: un beso de saludo a la víctima. Y otra vez es Juan –¡cómo debió éste de odiar a Judas desde lo más hondo de su sensibilidad humana!– el que en su relato de los hechos comenta con un dramatismo impresionante: «Y detrás del bocado [que le ofreció Jesús], entró en él Satanás» (Jn 13,27). Ese «bocado» no fue la eucaristía, pues judas no estuvo presente en la institución del «misterio de la fe», sino que, más bien, se trató de una deferencia con la que el padre de familia solía obsequiar a uno de los comensales ofreciéndole un bocado de hierbas mojadas en la salsa. Con todo, esa muestra de amistad, ese último detalle de Jesús, no sólo fue un sello de ruptura entre Maestro y discípulo, sino que endureció definitivamente la actitud interior de Judas. Y así es como «entró en él Satanás».

Pero a la acción depravada siguió el arrepentimiento. Y Judas se vio abrumado por todo lo que había perdido. El simple recuerdo no era en modo alguno comparable con la cruda realidad de unos hechos consumados que le retaban fríamente desde el rostro de aquellos a los que él había prestado sus servicios. ¡Cuánta rabia y qué conmovedora impotencia se encierra en el gesto, tan desesperado como inútil, de arrojar contra el santuario el producto de su traición!... Y luego, el trágico final, con el suicidio del renegado.

Ahora bien, al hablar de judas, no debemos fijarnos exclusivamente en él. Cierto que fue judas el que traicionó materialmente a Jesús. Pero, ¿fue el único que se movió en el ámbito de la traición? ¿Cómo actuó, por ejemplo, Pedro, elegido por Jesús para estar junto a él y contemplar su gloria en el monte de la transfiguración, y constituido roca fundamental de su Iglesia y portador de las llaves de su reino? Cuando la situación empezó a ser peligrosa, y él mismo se vio comprometido de la manera más ridícula por la observación de una criada que lo delató públicamente con el comentario: «También ése andaba con él», Pedro no supo sino replicar: «Mujer, no conozco a ese hombre» (Lc 22,56–57). Y poco más tarde, se puso a jurar y perjurar no una ni dos, sino tres veces, que no conocía a Jesús (Mt 26,72–74). Pues, ¡eso fue traición! Y si no llegó a hundirse en ella, sino que encontró el camino del arrepentimiento y de la conversión, todo fue por una gracia divina. Y, ¿qué pasó con Juan? También él se dio a la fuga, como los demás discípulos; sólo que, en su caso, la huida adquiere una especial importancia, por tratarse del discípulo predilecto de Jesús. Es verdad que regresó y que estuvo al pie de la cruz de su Maestro; pero el hecho mismo de regresar se debió a impulso divino... Y, ¿el resto de los discípulos? Abandonaron al Maestro, como estaba predicho: «Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas» (Mt 26,31)... Y, ¿el pueblo? ¿Qué pasó con él? ¿No le había dedicado Jesús los más continuos desvelos? ¿No había curado a los enfermos, alimentado a los hambrientos, confortado a los afligidos? ¿No era ése el pueblo que, iluminado por el Espíritu, lo había reconocido y proclamado abiertamente como Mesías? Entonces, ¿cómo pudo llegar a traicionarlo, hasta el extremo de preferir que se liberara a un bandolero, en lugar de a este hombre?... Y, ¿qué decir de Pilato? En su conversación con Jesús sucede algo profundamente conmovedor. Llega un momento en que el romano, a pesar de su escepticismo, se queda mirando fijamente a Jesús, como invadido por una difusa sensación de complicidad, algo así como una oleada de mutua simpatía. Pero pronto se impone el frío razonamiento, y Pilato «se lava las manos» (Mt 27,24). ¡En fin, una pena! Podríamos decir que en la traición de Judas se hizo realidad con todo su dramatismo lo que siempre había bullido en torno a Jesús como posibilidad remota. De hecho, en el fondo, ninguno de los que rodeaban a Jesús tenía motivos suficientes para considerarse a sí mismo mejor que Judas.

Tampoco nosotros los tenemos, fuerza es reconocerlo. Desde luego que la tentación de traicionar a Dios nos ronda a todos de un modo insidioso. Pero, ¿qué podría traicionar yo, sino lo que se ha confiado a mi lealtad? Y, ¿qué significa eso en relación con Dios? Ni más ni menos, lo que dicen las propias palabras: que Dios no se ha revelado sólo en la enseñanza de unas verdades o en la imposición de ciertos mandatos con sus respectivas consecuencias, sino que se ha manifestado en persona. Su verdad está en él mismo. Y también su voluntad. Al que presta atención Dios le comunica su propia fuerza, de modo que el oyente no recibe sólo una palabra, sino a la persona misma del «Consagrado de Dios». Por eso, escuchar a Dios es abrirse a él; creer en Dios es «aceptarlo con lealtad». El Dios en quien nosotros creemos es un Dios que viene, que entra en nuestro interior, que se somete al dominio de nuestro espíritu y de nuestro corazón; es un Dios que cuenta con la lealtad de nuestro corazón y con la dignidad de nuestro espíritu. ¿Dignidad? ¿Y aquí se habla de dignidad? Pues sí, porque cuando Dios entra en el mundo se despoja de su poder; su verdad renuncia a toda imposición violenta, sus mandatos prescinden de la fuerza coercitiva del castigo, en cuanto consecuencia lógica de la acción. Dios viene al mundo indefenso, sin palabra, con paciencia infinita. «Se despojó de su rango, y asumió la condición de esclavo» (Flp 2,7). De ahí que cobre tanta mayor profundidad la invitación que se hace a la fe para que reconozca al Dios escondido y profese lealtad al soberano indefenso...

Pero, ¿no es verdad que a lo largo de nuestra vida hemos abandonado muchas veces a ese Dios, renunciando incluso a nuestras convicciones más profundas, a nuestros más nobles sentimientos o a deberes tan sacrosantos como el amor, por simples frivolidades, por satisfacciones pasajeras, por míseros beneficios, por una sensación de seguridad, por una explosión de odio, o por una venganza premeditada? Pues bien ¿es eso más que treinta monedas de plata? En realidad, no tenemos muchos motivos para hablar del «traidor» –quizá, hasta con indignación-, como si se tratara de algo que no nos incumbe directa ni personalmente. Sin embargo, la figura de judas nos desenmascara a nosotros mismos. Al personaje podemos entenderlo, aun en sentido cristiano, si lo enfocamos desde las depravadas posibilidades de nuestro propio corazón y pedimos a Dios que no permita jamás que esa traición en la que caemos día a día adquiera consistencia en nuestro ser interior. De hecho, el endurecimiento en una actitud de traición que se apodera absolutamente del corazón del hombre y no le deja ninguna vía de escape hacia el arrepentimiento, ¡eso es Judas!

Romano Guardini

martes, 26 de marzo de 2013

Meditación sobre la traición de Judas - Romano Guardini - II Parte

Judas (Segunda Parte)


Hay que suponer que Judas se vinculó a Jesús con sincera disposición para creer en él y seguirle; si no, Jesús no lo habría elegido. Al menos, no hay ningún indicio de que el Señor tuviera recelos o desconfianza con respecto al candidato. Y mucho menos cabría suponer algo tan absurdo como que Jesús, intencionadamente y ya desde el comienzo, hubiera admitido en el grupo de sus más íntimos a uno que él sabía que iba a ser un traidor. Por eso, no cabe poner en entredicho la inicial sinceridad de Judas.

Lógicamente, Judas tenía sus defectos, como cualquiera otro de los apóstoles... Por ejemplo, también Pedro tenía los suyos. Era impulsivo; se le escapaba el corazón en cada palabra, tanto para bien como para mal. Se dejaba influir fácilmente; quizá deberíamos catalogarlo como voluble. Cuando se dice que él será «la roca» (cf. Mt 16,18), suena como a promesa de un auténtico milagro del poder divino, ya que por su carácter era todo menos eso... Y lo mismo le pasaba a Juan; también él tenía sus defectos. Su imagen ha sido desfigurada por la leyenda y por el arte. Desde luego, no era el entrañable y afectuoso «discípulo amado» que nos ha transmitido la tradición. Sin duda, su mentalidad era más elevada que la de los otros apóstoles, pero también era de carácter tremendamente apasionado y en su interior abrigaba las mayores capacidades de despiadada intolerancia. Esa sensación nos producen tanto el episodio en que Juan invoca sobre Samaría el destino de Sodoma, como la extremada dureza de algunos pasajes de sus cartas. Pues bien, si con tanta insistencia y profundidad nos habla del amor, quizá ello se deba, precisamente, al hecho de que él mismo no era de natural afectuoso, por lo menos en cuanto al amor de benevolencia, ya que existen muchas clases de amor... Por otra parte, tampoco Tomás era perfecto. Más bien, era desconfiado y sólo creía lo que él mismo pudiera comprobar. El hecho de que Jesús, refiriéndose a él, declarara «dichosos» a los que creen sin haber visto quiere decir que Tomás debió de estar al borde de la catástrofe... En consecuencia, es perfectamente lógico que también Judas tuviera sus defectos. La tradición evangélica –la de Juan, en concreto– menciona uno con particular énfasis, sin duda por tratarse del más acusado: su ambición de dinero. Por consiguiente, su fe tuvo que luchar contra un mal instalado en su propio espíritu, y su apertura a la conversión debió hacer frente a un cúmulo de condicionamientos internos. No hay duda que la avaricia, en sí misma, posee un fuerte componente de degradación que rebaja al sujeto. Ahora bien, en la ingenua e inestable sinceridad de Pedro latía un corazón generoso, en el violento fanatismo de Juan ardía una fuerte pasión de entrega, y en la desconfianza natural de Tomás reinaba una franca apertura a reconocer la verdad en cuanto se hiciera patente. En cambio, en el corazón de Judas tuvo que existir por necesidad un poso de insondable vileza. Si no, ¿cómo hubiera podido Juan presentarlo como un «hipócrita» y un «ladrón» (Jn 12,6), aunque también aquí dé muestras de su típica intolerancia? Y en cuanto al propio Judas, ¿cómo, si no, hubiera podido llegar tan bajo, hasta el punto de consumar su traición precisamente con un beso, la típica señal de paz? Una acción tan vil no surge espontáneamente, en un momento dado, sino que exige una preparación. Pero, por otra parte, también a Judas le estaba abierta la posibilidad de salvación. Había sido elegido para apóstol, y pudo llegar a serlo realmente. Pero poco a poco fue desfalleciendo su disponibilidad para la conversión. No sabemos cuándo empezó ese proceso de declive; tal vez, en Cafarnaún, cuando Jesús prometió la eucaristía en un discurso que a los oyentes les resultó «Intolerable». A partir de entonces, el pueblo empezó a apartarse de Jesús; e incluso «muchos de sus discípulos dejaron de seguirlo» (Jn 6,60–66). Y la conmoción suscitada por tal anuncio debió de alcanzar también al estrecho círculo de sus íntimos, pues de otro modo no tendría sentido la pregunta que Jesús hizo a sus apóstoles: «¿También vosotros queréis marcharos?». Parece, pues, que ninguno de ellos estaba en condiciones de «creer», en el pleno sentido de la palabra. El que más se destacó fue Pedro, en la medida de sus posibilidades, dando como quien dice un salto hacia la confianza: «Y, ¿adónde podríamos ir nosotros? Tú tienes palabras de vida eterna». Como si dijera: Nosotros no entendemos nada, pero creemos en ti; y como nos fiamos de ti, aceptamos tu palabra (Jn 6,68–69). Quizá fue en ese episodio cuando la fe se extinguió en el corazón de Judas. El hecho de que no se retirara en aquel momento, sino que permaneciera en el grupo, como «uno de los Doce», fue el comienzo de su traición. Pues bien, ¿por qué se quedó? No sabríamos decir. Quizá aún le quedaba la esperanza de que podría superar sus recelos, o quizá sentía curiosidad por saber cómo iban a acabar las cosas; a no ser que ya desde entonces hubiera empezado a hacer sus cálculos. Poco después, se celebró en Betania aquel banquete en el que Judas expresó su indignación por el dispendio amoroso de María. De hecho, el grupo entero estaba indignado, al menos en sentido moral. Pero fue Judas el que dijo públicamente que hubiera sido preferible entregar aquel dinero a los pobres. Esa actitud sacó de quicio al apóstol Juan que, recordando la escena, escribió años más tarde en su narración evangélica: «Dijo eso no porque le importaran los pobres, sino porque era un ladrón y, como estaba al cargo de la bolsa común, robaba de lo que se echaba en ella» (Jn 12,1–6).

Por el hecho de quedarse en el grupo, Judas corría un grave peligro. Una existencia consagrada a Dios, que no sabe pensar ni juzgar ni actuar sino movida por criterios divinos, río es fácil de sobrellevar. Creer que es sencillamente maravilloso vivir al lado de un santo –y mucho mejor si es junto al Hijo de Dios–, de modo que uno tenga necesariamente que ser bueno, es una solemne insensatez. En realidad, se puede llegar a ser un demonio. Ya lo dijo el propio Jesús: «¿No os elegí yo a vosotros doce? Y sin embargo, uno de vosotros es un diablo» (Jn 6,70). Pues bien, Judas no fue así desde el principio, como a veces piensa la gente, sino que se fue haciendo malo poco a poco; y precisamente, al lado del Redentor. ¿Por qué hay que tener reparo en decir esto, si fue así? Judas se volvió malo, viviendo en compañía del Redentor. Y la razón es que Jesús, ya desde su nacimiento, es «señal de contradicción» y causa de que «muchos en Israel caigan o se levanten» (Lc 2,34). Sobre todo, después de un episodio como el de Cafarnaún, la situación anímica de Judas debió de ser intolerable. Tener siempre a la vista esa figura extraordinaria, percibir en ella día a día una pureza sobrehumana y –lo más insufrible de todo– contemplar su perenne actitud de víctima y su inconmovible decisión de entregar su vida por la humanidad, todo esto no podría soportarlo más que uno que sintiera un amor apasionado hacia el Maestro. Si ya es difícil aguantar dignamente –quizá habría que decir: perdonar– la superioridad de una persona, cuando se es inferior, ¿cómo habrá de sentirse uno ante la superioridad de orden religioso, ante la grandeza de una víctima divina, ante la incomprensible e infinita dignidad del Redentor? Si no existe una sincera disponibilidad de la fe y del amor para reconocer en esa santidad extraordinaria el solo principio y la única medida del supremo bien, todo resultará envenenado. En el interior de una persona como ésa toma forma una pérfida agresividad contra la poderosa figura que se le presenta; y surge y va creciendo una crítica mordaz a las palabras y acciones del personaje, cada vez con más inquina, hasta acabar en verdadero odio. La mera presencia de esa figura sagrada resulta intolerable, sus gestos provocan una profunda obcecación, y hasta el tono de su voz chirría en los oídos... Así, progresivamente, Judas se convirtió en un aliado natural de los adversarios de Jesús. En su corazón despertaron los más bajos instintos farisaicos, hasta el punto de llegar a ver en su Maestro un auténtico peligro para Israel. Al mismo tiempo, se removió en su interior la escoria de una latente perversidad y afloró una explosión de odio contra la insoportable dignidad de Jesús. La vieja tentación del dinero volvió a fascinarle, hasta convertirse en una necesidad ineludible. Bastaría una nimiedad, un encuentro fortuito, para que afloraran a la superficie las más perversas intenciones.

Romano Guardini

lunes, 25 de marzo de 2013

Meditación sobre la traición de Judas - Romano Guardini - I Parte

Prólogo

Hace muchos años leí el libro "El Señor" de Romano Guardini. El profesor de Sagrada Escritura que me lo regaló, me aseguró que sería un libro de mucho provecho. Una de las reflexiones que más impresión me causó fue la meditación sobre la traición de Judas. He recordado este texto, pues a lo largo de estos días de la semana santa -lunes, martes y miércoles- este elegido del Señor se hace presente en los relatos evangélicos de la santa Misa. Después de algunos problemas técnicos para conseguir el texto, les adjunto la primera parte de la meditación. Espero que sea de provecho.

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Judas (Primera parte)

La tradición evangélica retrata la figura y la actuación de judas con los rasgos que arrojan los siguientes textos:
«Entonces se reunieron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo en el palacio del sumo sacerdote, que se llamaba Caifás, y decidieron prender a Jesús con engaño y darle muerte... Entonces, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, se fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo:
–¿Cuánto me dais, si os lo entrego?
Ellos le prometieron treinta monedas de plata. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo» (Mt 26,33.1416).

De ese mismo personaje ya se había hablado en un episodio anterior. En el evangelio según Juan se dice:
«Seis días antes de la Pascua, Jesús llegó a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Y allí ofrecieron a Jesús una cena; Marta servía a la mesa y Lázaro era uno de los comensales. Durante la cena, María se presentó con un frasco de medio litro de perfume muy caro, esencia de nardo puro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y toda la casa se llenó de la fragancia de aquel perfume. Pero uno de los discípulos, Judas Iscariote –el que lo iba a traicionar–––, comentó:
–¿Por qué no se ha vendido ese perfume por más de trescientos denarios y se ha dado [el importe] a los pobres?
Pero dijo eso no porque le importaran los pobres, sino porque era un ladrón y, como estaba al cargo de la bolsa común, robaba de lo que. se echaba en ella» (Jn 12,1–6).

Y en el mismo evangelio, en el relato de la última cena, se dice:
«Dichas estas palabras, Jesús se sintió profundamente conmovido y declaró sin titubeos:
–Os aseguro que uno de vosotros me va a traicionar.
Los discípulos empezaron a mirarse desconcertados, sin saber a quién podría referirse. Uno de ellos, el discípulo preferido de Jesús, estaba reclinado a la mesa sobre el pecho de Jesús. Simón Pedro le hizo señas para que averiguase a quién se refería. Entonces él se inclinó otra vez sobre el pecho de Jesús y le preguntó:
–Señor, ¿quién es?
Jesús le contestó:
–Aquél a quien yo dé este trozo de pan mojado en la salsa.
Y mojando el pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón Iscariote. Y con el bocado entró en él Satanás. Entonces, Jesús le dijo:
–Lo que vas a hacer, hazlo cuanto antes.
Pero ninguno de los comensales entendió por qué le había dicho aquello. Algunos pensaron que, como Judas estaba encargado de la bolsa común, Jesús le había dicho que comprara lo necesario para la fiesta, o que diera algo a los pobres. Por su parte, Judas, nada más tomar el bocado, salió inmediatamente. Era de noche» (Jn 13,21–30).

Más adelante, se cuenta cómo Judas llevó a cabo su propósito:
«Cuando Jesús terminó de hablar, salió con sus discípulos y, después de cruzar el torrente Cedrón, entró con ellos en un huerto Judas, el que lo iba a traicionar, conocía también el sitio, porque Jesús solía reunirse allí con sus discípulos. Así que tomó consigo una patrulla de soldados romanos y guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, y se presentó en el lugar con sus acompañantes, armados con linternas, antorchas y palos» (Jn 18,1–3).

La continuación del relato, según Mateo, dice así:
«El traidor les había dado esta señal: "Al que yo dé un beso, ése es; detenedlo". De modo que, nada más llegar Judas se acercó a Jesús y le dijo:
– ¿Qué tal, Maestro?
Y lo besó. Pero Jesús le dijo:
– Amigo, ¿a qué has venido? (Mt 26,48–50)

En el relato según Lucas se añade:
«Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?» (Lc 22,48).

Y en la narración según Mateo, el episodio termina:
«Entonces se acercaron, echaron mano a Jesús y lo detuvieron» (Mt 26,50).

El relato de la traición de Judas se cierra de la siguiente manera:
«Al amanecer, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo tomaron unánimemente la decisión de condenar a muerte a Jesús. Lo maniataron, lo llevaron preso a la presencia del gobernador romano, Poncio Pilato, y se lo entregaron. Judas, el traidor, al enterarse de que habían condenado a muerte a Jesús, sintió remordimientos. Y fue y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciéndoles:
–He pecado, entregando sangre inocente.
Pero ellos replicaron:
–Y a nosotros, ¿qué nos importa? ¡Allá tú!
En respuesta, Judas arrojó las monedas hacia el santuario y se marchó. Luego fue, y se ahorcó. Los sumos sacerdotes recogieron las monedas y dijeron:
–No nos es lícito echarlas en el tesoro del templo, porque son precio de sangre.
Después de deliberar, decidieron comprar con ellas el Campo del Alfarero, para cementerio de inmigrantes. Por eso, aquel terreno se llama hasta hoy "Campo de sangre"». (Mt 27,1–8).

Al grupo de los más íntimos de Jesús pertenecía Judas, nacido en la aldea de Keriot, un personaje al que la sensibilidad cristiana ha visto siempre como el símbolo por antonomasia de la más horrenda traición. En cuanto a nosotros, también estamos ya habituados a ver al traidor junto a su Maestro. Y quizá, hasta nos hemos forjado una teoría, según la cual junto al héroe glorioso tiene que haber oscuridad, y junto al modelo de santidad consumada debe aparecer el mal. Pero esa teoría no se ajusta a razón, pues en modo alguno es necesario que ante al «Consagrado de Dios» (cf. Lc 4,34) haga acto de presencia la traición. Jamás debió suceder que el Señor fuera vendido por uno de los suyos, uno que pertenecía al grupo de los que él llamaba «sus amigos». Entonces, ¿cómo pudo ocurrir una cosa semejante? ¿Cómo un hombre elegido por el propio Jesús para formar parte del grupo de sus íntimos pudo pensar y actuar de ese modo? Esta pregunta no ha dejado de suscitar continuas discusiones. Entre las respuestas que se han presentado cabe destacar dos, como más pertinentes. Primero, una respuesta popular. Según ella, Judas sintió realmente el llamamiento de Jesús, al que reconoció como el Mesías y, quizá, incluso como el Hijo de Dios. Pero no logró arrancar de su corazón la semilla del mal, sino que permaneció anclado en su avidez y vendió a su Maestro por su desmesurada avaricia. Así surgió la tenebrosa figura del traidor por antonomasia, en cuanto imagen mítica de la maldad. Quizá también contribuyera a esto el deseo de encontrar un culpable del lacerante destino de Jesús, a la vez que esa reprobación ofrecía la posibilidad de descargar en otra persona el sentimiento de la propia culpabilidad... Pero junto a esa respuesta más bien simple –quizá, demasiado–, hay otra mucho más complicada. Según ésta, Judas habría sido una persona muy sensible, bien conocedora de las profundidades más oscuras de la existencia humana. Tenía fe en el Mesías y abrigaba la firme convicción de que éste habría de restablecer el reino de Israel. Pero, al mismo tiempo, percibía en Jesús la sombra de la duda. Así que decidió ponerlo a prueba, incluso en peligro de muerte. Entonces sí que tendría que actuar, empleando todos sus poderes supraterrenos para restablecer la ansiada soberanía... O también, profundizando aún más en la oscura mente del personaje, Judas era consciente de que la redención debería producirse por la muerte del «Consagrado de Dios». Por eso, para que sus hermanos pudieran alcanzar la salvación, asumió él, en su propia persona, el indispensable destino de traicionar a Jesús. Por la salvación de los otros, Judas eligió para sí mismo la infamia y la condenación. Sin embargo, todas esas consideraciones son puras sutilezas especulativas sin fundamento alguno en la Sagrada Escritura. Son, más bien, producto de una filosofía romántica del mal, que contradice al espíritu de la revelación. Por otra parte, tampoco aquella primera consideración –que hemos llamado «respuesta popular»– es exacta, aunque a primera vista pudiera apelar al comentario del apóstol Juan. Es demasiado simple. En la vida, las cosas no suceden así. Por eso, vamos a centrarnos únicamente en los textos, sin añadir más de lo imprescindible para presentarlos en su propia coherencia interna.

Romano Guardini

¡La presa ha reventado!

Entrevista kath.net:  Señor Seewald, con motivo del anuncio de los nuevos cardenales nominados y del futuro prefecto de la Congregación para...