Hay que suponer que Judas se
vinculó a Jesús con sincera disposición para creer en él y seguirle; si no,
Jesús no lo habría elegido. Al menos, no hay ningún indicio de que el Señor
tuviera recelos o desconfianza con respecto al candidato. Y mucho menos cabría
suponer algo tan absurdo como que Jesús, intencionadamente y ya desde el
comienzo, hubiera admitido en el grupo de sus más íntimos a uno que él sabía
que iba a ser un traidor. Por eso, no cabe poner en entredicho la inicial
sinceridad de Judas.
Lógicamente, Judas tenía sus
defectos, como cualquiera otro de los apóstoles... Por ejemplo, también Pedro
tenía los suyos. Era impulsivo; se le escapaba el corazón en cada palabra,
tanto para bien como para mal. Se dejaba influir fácilmente; quizá deberíamos
catalogarlo como voluble. Cuando se dice que él será «la roca» (cf. Mt 16,18),
suena como a promesa de un auténtico milagro del poder divino, ya que por su
carácter era todo menos eso... Y lo mismo le pasaba a Juan; también él tenía
sus defectos. Su imagen ha sido desfigurada por la leyenda y por el arte. Desde
luego, no era el entrañable y afectuoso «discípulo amado» que nos ha
transmitido la tradición. Sin duda, su mentalidad era más elevada que la de los
otros apóstoles, pero también era de carácter tremendamente apasionado y en su
interior abrigaba las mayores capacidades de despiadada intolerancia. Esa
sensación nos producen tanto el episodio en que Juan invoca sobre Samaría el
destino de Sodoma, como la extremada dureza de algunos pasajes de sus cartas.
Pues bien, si con tanta insistencia y profundidad nos habla del amor, quizá
ello se deba, precisamente, al hecho de que él mismo no era de natural
afectuoso, por lo menos en cuanto al amor de benevolencia, ya que existen
muchas clases de amor... Por otra parte, tampoco Tomás era perfecto. Más bien,
era desconfiado y sólo creía lo que él mismo pudiera comprobar. El hecho de que
Jesús, refiriéndose a él, declarara «dichosos» a los que creen sin haber visto
quiere decir que Tomás debió de estar al borde de la catástrofe... En
consecuencia, es perfectamente lógico que también Judas tuviera sus defectos.
La tradición evangélica –la de Juan, en concreto– menciona uno con particular
énfasis, sin duda por tratarse del más acusado: su ambición de dinero. Por consiguiente,
su fe tuvo que luchar contra un mal instalado en su propio espíritu, y su
apertura a la conversión debió hacer frente a un cúmulo de condicionamientos
internos. No hay duda que la avaricia, en sí misma, posee un fuerte componente
de degradación que rebaja al sujeto. Ahora bien, en la ingenua e inestable
sinceridad de Pedro latía un corazón generoso, en el violento fanatismo de Juan
ardía una fuerte pasión de entrega, y en la desconfianza natural de Tomás
reinaba una franca apertura a reconocer la verdad en cuanto se hiciera patente.
En cambio, en el corazón de Judas tuvo que existir por necesidad un poso de
insondable vileza. Si no, ¿cómo hubiera podido Juan presentarlo como un
«hipócrita» y un «ladrón» (Jn 12,6), aunque también aquí dé muestras de su
típica intolerancia? Y en cuanto al propio Judas, ¿cómo, si no, hubiera podido
llegar tan bajo, hasta el punto de consumar su traición precisamente con un
beso, la típica señal de paz? Una acción tan vil no surge espontáneamente, en
un momento dado, sino que exige una preparación. Pero, por otra parte, también
a Judas le estaba abierta la posibilidad de salvación. Había sido elegido para
apóstol, y pudo llegar a serlo realmente. Pero poco a poco fue desfalleciendo
su disponibilidad para la conversión. No sabemos cuándo empezó ese proceso de
declive; tal vez, en Cafarnaún, cuando Jesús prometió la eucaristía en un
discurso que a los oyentes les resultó «Intolerable». A partir de entonces, el
pueblo empezó a apartarse de Jesús; e incluso «muchos de sus discípulos dejaron
de seguirlo» (Jn 6,60–66). Y la conmoción suscitada por tal anuncio debió de
alcanzar también al estrecho círculo de sus íntimos, pues de otro modo no
tendría sentido la pregunta que Jesús hizo a sus apóstoles: «¿También vosotros
queréis marcharos?». Parece, pues, que ninguno de ellos estaba en condiciones
de «creer», en el pleno sentido de la palabra. El que más se destacó fue Pedro,
en la medida de sus posibilidades, dando como quien dice un salto hacia la
confianza: «Y, ¿adónde podríamos ir nosotros? Tú tienes palabras de vida
eterna». Como si dijera: Nosotros no entendemos nada, pero creemos en ti; y
como nos fiamos de ti, aceptamos tu palabra (Jn 6,68–69). Quizá fue en ese
episodio cuando la fe se extinguió en el corazón de Judas. El hecho de que no
se retirara en aquel momento, sino que permaneciera en el grupo, como «uno de
los Doce», fue el comienzo de su traición. Pues bien, ¿por qué se quedó? No
sabríamos decir. Quizá aún le quedaba la esperanza de que podría superar sus
recelos, o quizá sentía curiosidad por saber cómo iban a acabar las cosas; a no
ser que ya desde entonces hubiera empezado a hacer sus cálculos. Poco después,
se celebró en Betania aquel banquete en el que Judas expresó su indignación por
el dispendio amoroso de María. De hecho, el grupo entero estaba indignado, al
menos en sentido moral. Pero fue Judas el que dijo públicamente que hubiera
sido preferible entregar aquel dinero a los pobres. Esa actitud sacó de quicio
al apóstol Juan que, recordando la escena, escribió años más tarde en su
narración evangélica: «Dijo eso no porque le importaran los pobres, sino porque
era un ladrón y, como estaba al cargo de la bolsa común, robaba de lo que se
echaba en ella» (Jn 12,1–6).
Por el hecho de quedarse en el
grupo, Judas corría un grave peligro. Una existencia consagrada a Dios, que no
sabe pensar ni juzgar ni actuar sino movida por criterios divinos, río es fácil
de sobrellevar. Creer que es sencillamente maravilloso vivir al lado de un
santo –y mucho mejor si es junto al Hijo de Dios–, de modo que uno tenga
necesariamente que ser bueno, es una solemne insensatez. En realidad, se puede
llegar a ser un demonio. Ya lo dijo el propio Jesús: «¿No os elegí yo a
vosotros doce? Y sin embargo, uno de vosotros es un diablo» (Jn 6,70). Pues
bien, Judas no fue así desde el principio, como a veces piensa la gente, sino
que se fue haciendo malo poco a poco; y precisamente, al lado del Redentor.
¿Por qué hay que tener reparo en decir esto, si fue así? Judas se volvió malo,
viviendo en compañía del Redentor. Y la razón es que Jesús, ya desde su
nacimiento, es «señal de contradicción» y causa de que «muchos en Israel caigan
o se levanten» (Lc 2,34). Sobre todo, después de un episodio como el de
Cafarnaún, la situación anímica de Judas debió de ser intolerable. Tener
siempre a la vista esa figura extraordinaria, percibir en ella día a día una
pureza sobrehumana y –lo más insufrible de todo– contemplar su perenne actitud
de víctima y su inconmovible decisión de entregar su vida por la humanidad, todo
esto no podría soportarlo más que uno que sintiera un amor apasionado hacia el
Maestro. Si ya es difícil aguantar dignamente –quizá habría que decir:
perdonar– la superioridad de una persona, cuando se es inferior, ¿cómo habrá de
sentirse uno ante la superioridad de orden religioso, ante la grandeza de una
víctima divina, ante la incomprensible e infinita dignidad del Redentor? Si no
existe una sincera disponibilidad de la fe y del amor para reconocer en esa
santidad extraordinaria el solo principio y la única medida del supremo bien,
todo resultará envenenado. En el interior de una persona como ésa toma forma
una pérfida agresividad contra la poderosa figura que se le presenta; y surge y
va creciendo una crítica mordaz a las palabras y acciones del personaje, cada
vez con más inquina, hasta acabar en verdadero odio. La mera presencia de esa
figura sagrada resulta intolerable, sus gestos provocan una profunda
obcecación, y hasta el tono de su voz chirría en los oídos... Así,
progresivamente, Judas se convirtió en un aliado natural de los adversarios de
Jesús. En su corazón despertaron los más bajos instintos farisaicos, hasta el
punto de llegar a ver en su Maestro un auténtico peligro para Israel. Al mismo
tiempo, se removió en su interior la escoria de una latente perversidad y
afloró una explosión de odio contra la insoportable dignidad de Jesús. La vieja
tentación del dinero volvió a fascinarle, hasta convertirse en una necesidad
ineludible. Bastaría una nimiedad, un encuentro fortuito, para que afloraran a
la superficie las más perversas intenciones.
Romano Guardini
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