Mucha gente en nuestra época dice no creer en Dios, pues le parece inconcebible que un Dios que se dice bueno y todopoderoso permita tantas desgracias y sufrimientos. Otros, por su parte, sostienen que si existe o no, les da lo mismo. Viven como si Dios no existiera. No vamos a entrara ahora en el misterio del mal frente a la bondad y a la omnipotencia divinas. Podemos preguntarnos, ¿es razonable, a estas alturas de la historia, creer en Dios?
La primera lectura de la Misa de ayer está tomada del libro de la Sabiduría (cap. 13, 1-9): “a partir de la grandeza y hermosura de las cosas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor”. Es decir, desde el orden de las cosas de este mundo (efectos) el hombre puede elevar la mente a la contemplación de Dios (causa). Éste camino de ascensión ha sido formulado por diversos pensadores a los largo de la historia. Santo Tomás de Aquino lo expresa en una de sus más importantes obras, la Summa Theologiae: “Existe un Ser inteligente supremo que dirige todas las cosas naturales a sus respectivos fines, y a este Ser lo llamamos Dios”. ¿Cómo puede ser que este mundo se haya hecho sólo, o sea fruto del azar? ¿Acaso no existe una inteligencia ordenadora que disponga las cosas de este mundo?
Quizás alguna vez, en conversaciones, hemos planteado esta argumentación, y nos la han “desmontado”. Lo que nos parece tan claro, a otros les resulta absurdo. ¿Qué hay detrás de esta frustración? Ciertamente, el hombre con su inteligencia es capaz de Dios. Pero, ¿por qué no todos necesariamente lleguen a Él? La misma lectura nos da la respuesta: “como viven ocupándose de sus obras, las investigan y se dejan seducir por lo que ven”. Dejarse seducir por las cosas. Cuando, absorbidos por las realidades del mundo, nos olvidamos del Señor del mundo, la inteligencia no piensa con claridad. Y sucede, como el mismo libro de la Sabiduría lo expresa: “Si han sido capaces de adquirir tanta ciencia para escrutar el curso del mundo entero, ¿cómo no encontraron más rápidamente al Señor de todo?”. Estas últimas palabras reflejan la situación del mundo actual. Hemos alcanzado unos altísimos niveles de desarrollo científico y tecnológico con una inteligencia que avanza a pasos agigantados, pero en el conocimiento de Dios y sus misterios no adelantamos.
Nuestra tarea tiene una doble dimensión. Por un lado, el estudio del Catecismo para dar, como dice S. Pedro, “razones de nuestra esperanza”. Por otro, el apostolado dirigido hacia aquellos que no creen, evitando la discusión, argumentando con sentido, y siempre con caridad. Los razonamientos, sin un trato de amistad, carecen de fuerza.