domingo, 13 de noviembre de 2011

¿Es razonable creer en Dios?

Mucha gente en nuestra época dice no creer en Dios, pues le parece inconcebible que un Dios que se dice bueno y todopoderoso permita tantas desgracias y sufrimientos. Otros, por su parte, sostienen que si existe o no, les da lo mismo. Viven como si Dios no existiera. No vamos a entrara ahora en el misterio del mal frente a la bondad y a la omnipotencia divinas. Podemos preguntarnos, ¿es razonable, a estas alturas de la historia, creer en Dios?

La primera lectura de la Misa de ayer está tomada del libro de la Sabiduría (cap. 13, 1-9): “a partir de la grandeza y hermosura de las cosas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor”. Es decir, desde el orden de las cosas de este mundo (efectos) el hombre puede elevar la mente a la contemplación de Dios (causa). Éste camino de ascensión ha sido formulado por diversos pensadores a los largo de la historia. Santo Tomás de Aquino lo expresa en una de sus más importantes obras, la Summa Theologiae: “Existe un Ser inteligente supremo que dirige todas las cosas naturales a sus respectivos fines, y a este Ser lo llamamos Dios”. ¿Cómo puede ser que este mundo se haya hecho sólo, o sea fruto del azar? ¿Acaso no existe una inteligencia ordenadora que disponga las cosas de este mundo?

Quizás alguna vez, en conversaciones, hemos planteado esta argumentación, y nos la han “desmontado”. Lo que nos parece tan claro, a otros les resulta absurdo. ¿Qué hay detrás de esta frustración? Ciertamente, el hombre con su inteligencia es capaz de Dios. Pero, ¿por qué no todos necesariamente lleguen a Él? La misma lectura nos da la respuesta: “como viven ocupándose de sus obras, las investigan y se dejan seducir por lo que ven”. Dejarse seducir por las cosas. Cuando, absorbidos por las realidades del mundo, nos olvidamos del Señor del mundo, la inteligencia no piensa con claridad. Y sucede, como el mismo libro de la Sabiduría lo expresa: “Si han sido capaces de adquirir tanta ciencia para escrutar el curso del mundo entero, ¿cómo no encontraron más rápidamente al Señor de todo?”. Estas últimas palabras reflejan la situación del mundo actual. Hemos alcanzado unos altísimos niveles de desarrollo científico y tecnológico con una inteligencia que avanza a pasos agigantados, pero en el conocimiento de Dios y sus misterios no adelantamos.

Nuestra tarea tiene una doble dimensión. Por un lado, el estudio del Catecismo para dar, como dice S. Pedro, “razones de nuestra esperanza”. Por otro, el apostolado dirigido hacia aquellos que no creen, evitando la discusión, argumentando con sentido, y siempre con caridad. Los razonamientos, sin un trato de amistad, carecen de fuerza.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Cuando "olvidarse" es falta de amor

Aunque han pasado varios días desde que escuchamos el Evangelio del domingo pasado, el conocido texto de las vírgenes necias y las prudentes, vale la pena que lo traigamos a nuestra reflexión.

¿Qué pasó con las jóvenes necias? Ellas habían sido invitadas a participar de una fiesta, y quizás habían estado preparando el acontecimiento desde hacía tiempo. ¿Hay algún problema con que se hayan quedado dormidas? No, de ninguna manera, pues todas, también las prudentes, se durmieron, pero al final éstas entraron en el banquete. ¿Dónde está la falla? En que se olvidaron del aceite. La fiesta era de noche. El esposo podría tardar, y necesitaban una reserva de combustible para acompañar la espera.

Al darse cuenta de su carencia, las necias fueron a buscar aceite a la tienda. No nos dice nada el Evangelio sobre si lo encontraron o no. Me atrevo a pensar que no. Conocemos el final, por su falta de aceite, tardaron en llegar, y desde la puerta oyeron las palabras del esposo: “No las conozco”.

¿Por qué fue el esposo tan duro con estas muchachitas? ¿Cualquiera “tiene derecho” a olvidarse de algo? No, pues hay olvidos que no son falta de memoria, sino que son falta de amor. Si era lo más importante para ellas, por qué lo olvidaron. Las cosas que nos importan, en las que ponemos de verdad el corazón, no se olvidan. “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”, dice el Señor. Pero a veces en nuestra vida se meten otros afanes, intereses, por los que nos dejamos llevar. Recuerdo a aquel pequeño, a quien su padre envió a comprar alimentos para la comida y medicinas para la hermana que se encontraba enferma. Al volver a casa, interrogado por su papá acerca de las medicinas, respondió, con el conocido: “Se me olvidó”. A ello, el padre replicó: “Si quisieras un poquito a tu hermana, no se te habría olvidado”. ¿Realmente nos importan los que viven con nosotros? Cuán pendiente debemos estar de las necesidades materiales y espirituales de los que nos rodean.

Quiero pensar, como he dicho, que nuestras amigas necias no alcanzaron a comprar el aceite. Por dejar las cosas a última hora. No les quedó más remedio que a oscuras presentarse ante el esposo, y lógicamente éste al no reconocerlas en la noche, no les permitió pasar. El aceite es símbolo de la caridad que ilumina nuestra vida y dibuja en nosotros el rostro de Cristo. Para pasar al banquete celestial necesitamos de la caridad. “En el atardecer de nuestras vidas se nos juzgará en el Amor...” dice S. Juan de la Cruz. Sin caridad, desfiguramos la imagen de Cristo impresa en nuestra alma por el bautismo. En estos días que meditamos sobre las realidades últimas, pidamos al Espíritu Santo que inflame de amor nuestros corazones, y procuremos estar atentos a los demás.

¡La presa ha reventado!

Entrevista kath.net:  Señor Seewald, con motivo del anuncio de los nuevos cardenales nominados y del futuro prefecto de la Congregación para...