Una de las recomendaciones que recibí pocos días antes de recibir la ordenación sacerdotal vino en el e-mail de un profesor de la facultad. Me decía: “Douglas, que trates a las almas una a una”. He procurado seguir ese buen consejo. Reconozco que a veces las ocupaciones, sobre todo el día domingo, aprietan, y que no pocas veces he mostrado el tigre que, según dicen, todos llevamos dentro. ¡Cuántas veces me he visto pidiendo perdón por los arrebatos de mi mal carácter!
Un día domingo terminaba la Santa Misa principal de la mañana. Hacía mucho calor, como siempre en Guayaquil. Después de quitarme los ornamentos en la sacristía, suelo dirigirme al pasillo o al despacho donde atiendo a las personas, siguiendo aquella sabia recomendación: “una a una”. Pero eso día no tuve a nadie, de modo que con la sotana puesta, cogí la estola y me encaminé hacia el confesonario.
Terminaba de hacer mi genuflexión hacia el sagrario, cuando un niño de unos diez años se me acercó y se atrevió a hacerme una pregunta. Utilizo el verbo “atrever”, pues para muchos de su edad, e incluso mayores y con canas, el cura es alguien lejano, y lanzarse a hacer una pregunta o consulta al sacerdote puede convertirse en un acto de heroísmo. Esto me hace pensar en la mala fama que tenemos los sacerdotes: enojados y mal encarados. Quizá es culpa nuestra, pues muchas veces andamos pensando en “nuestras cosas”, que la comida de la semana, que el cambio de aceite del carro, que la limosna no alcanza para los sueldos del mes, etc. Con seguridad, un poco de confianza en la Providencia Divina haría más fácil el trabajo en la parroquia y nos evitaría menos arrugas.
Sigo con el niño heroico. Me dijo: “Padre, ¿puede hacerle una pregunta?”. “Dime, campeón”, le contesté. “¿Por qué hablamos tanto de la Virgen?”. ¡Qué buena pregunta!, me decía yo. Alguno quizá no se hubiera atrevido a hacerla. Iba a responder cuando él continuó: “Es que en la escuela hay un niño que es evangélico y me preguntó por qué hablamos tanto de la Virgen. Y yo le dije que es porque ella nos trajo a Jesús”. Me puse muy contento al oír su respuesta. Seguramente la Virgen la inspiró esa contestación. Ya lo había dicho todo. ¿Qué podía yo añadir? Pero para que se regrese a casa confiado en lo que él sabía, le dije: “Efectivamente, hablamos tanto de ella porque es la Madre de Dios”. Y se fue tranquilo.