viernes, 26 de febrero de 2010

Porque ella nos trajo a Jesús

Una de las recomendaciones que recibí pocos días antes de recibir la ordenación sacerdotal vino en el e-mail de un profesor de la facultad. Me decía: “Douglas, que trates a las almas una a una”. He procurado seguir ese buen consejo. Reconozco que a veces las ocupaciones, sobre todo el día domingo, aprietan, y que no pocas veces he mostrado el tigre que, según dicen, todos llevamos dentro. ¡Cuántas veces me he visto pidiendo perdón por los arrebatos de mi mal carácter!

Un día domingo terminaba la Santa Misa principal de la mañana. Hacía mucho calor, como siempre en Guayaquil. Después de quitarme los ornamentos en la sacristía, suelo dirigirme al pasillo o al despacho donde atiendo a las personas, siguiendo aquella sabia recomendación: “una a una”. Pero eso día no tuve a nadie, de modo que con la sotana puesta, cogí la estola y me encaminé hacia el confesonario.

Terminaba de hacer mi genuflexión hacia el sagrario, cuando un niño de unos diez años se me acercó y se atrevió a hacerme una pregunta. Utilizo el verbo “atrever”, pues para muchos de su edad, e incluso mayores y con canas, el cura es alguien lejano, y lanzarse a hacer una pregunta o consulta al sacerdote puede convertirse en un acto de heroísmo. Esto me hace pensar en la mala fama que tenemos los sacerdotes: enojados y mal encarados. Quizá es culpa nuestra, pues muchas veces andamos pensando en “nuestras cosas”, que la comida de la semana, que el cambio de aceite del carro, que la limosna no alcanza para los sueldos del mes, etc. Con seguridad, un poco de confianza en la Providencia Divina haría más fácil el trabajo en la parroquia y nos evitaría menos arrugas.

Sigo con el niño heroico. Me dijo: “Padre, ¿puede hacerle una pregunta?”. “Dime, campeón”, le contesté. “¿Por qué hablamos tanto de la Virgen?”. ¡Qué buena pregunta!, me decía yo. Alguno quizá no se hubiera atrevido a hacerla. Iba a responder cuando él continuó: “Es que en la escuela hay un niño que es evangélico y me preguntó por qué hablamos tanto de la Virgen. Y yo le dije que es porque ella nos trajo a Jesús”. Me puse muy contento al oír su respuesta. Seguramente la Virgen la inspiró esa contestación. Ya lo había dicho todo. ¿Qué podía yo añadir? Pero para que se regrese a casa confiado en lo que él sabía, le dije: “Efectivamente, hablamos tanto de ella porque es la Madre de Dios”. Y se fue tranquilo.

viernes, 19 de febrero de 2010

Un ángel en el camino

Era de noche. Regresaba de una de las capillas de Bastión Popular. Me acompañaba, como era frecuente, uno de los monaguillos. Había llovido un poco, y el trayecto de regreso a la iglesia parroquial se había complicado un poco. Es fácil imaginar las piruetas que realizábamos, saltando de un lado a otro como Mario Bros, para llegar sin una pizca de lodo. Apresuramos el paso para llegar a tiempo para las confesiones antes de la última misa del domingo.

Bajando por una de las pocos calles, en eso entonces pavimentadas, llegamos a una esquina donde tres tipos estaban celebrando la victoria de Barcelona con unas “pescuezudas” (así son llamadas las botellas de cerveza). Los borrachos me causan cierta prevención, pues uno nunca puede estar seguro de cómo van a reaccionar. Además, en las anécdotas clericales, siempre aparecen como “amigos” de los curas.

Mientras bordeábamos aquel lugar de reunión y alegría, decía yo para mis adentros: “Ojalá que ninguno se me acerque”. Aquellos segundos en rápido descenso se hicieron eternos. Cuando pensaba que habíamos dejado atrás aquel obstáculo y que la victoria estaba conseguida, uno de los borrachos se puso en pie y desde atrás llamó mi atención: “¡Padreshito, Padreshito!” Esperó que me volteara. Así lo hice, y sin darme oportunidad de responder a su cariñoso saludo, prosiguió: “Padreshito, vaya con fe. Vaya con fe que nada le va a pasar.”

No supe si alegrarme o preocuparme por semejante cuidado, pues este tipo de favores tienen su contraparte. Mientras navegaba en estos pensamientos, a unos pocos pasos delante, en nuestro camino, un muchacho que estaba en la esquina gritó a voz en cuello: “¡Sale de aquí, no hagas zona!” ¿Cómo interpretar esta frase de verbo mal conjugado? ¿Será que aquel borracho estaba ofreciendo un “servicio” que no le correspondía, ya que no era su “zona”? Nos quedamos en medio de los dos bandos. El borracho, que no se intimidó ante la advertencia, respondió sin rebote: “¡Cuidado con el Padreshito, cuidado con el Padreshito!”, con lo que la vigencia del servicio de mi nuevo “ángel” quedaba asegurada.

¡La presa ha reventado!

Entrevista kath.net:  Señor Seewald, con motivo del anuncio de los nuevos cardenales nominados y del futuro prefecto de la Congregación para...