jueves, 9 de septiembre de 2010

Homilía en Misa por los difuntos del accidente del 5 de septiembre en la perimetral

"Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá" (Jn 11, 21).

Misa celebrada el jueves 9 de septiembre

I. Queridos hermanos, en estas palabras de la hermana de Lázaro, narradas en el capítulo 11 del Evangelio según S. Juan, se expresan los dos sentimientos que nos embargan en estos momentos: dolor por la separación de nuestros seres queridos y, a la vez, esperanza firme de que se trata efectivamente de una separación, pero no de una pérdida. La vida humana, y de esto somos muy conscientes cuando se trata de la muerte de alguien a quien amamos, es demasiado valiosa para desaparecer sin rastro.

Hemos vivido la mañana del domingo anterior momentos de agudo dolor y gran desesperación. Lo que hemos presenciado en aquel día resulta inimaginable, como inimaginable es el dolor de los que lo han padecido. La imprudencia vuelve a hacerse presente en las calles de nuestra ciudad. Esta vez con un trágico desenlace, conocido por todos. Nos resulta difícil expresar lo que sentimos, lo que llevamos en lo más profundo de nuestro corazón. Desde lo profundo de nuestra alma brota un silencioso grito que pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué de este modo? Un grito que repite las palabras de Marta: Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Alguno se ha preguntado: ¿estaba Dios presente el domingo en la mañana?

II. Nos encontramos ante el problema del mal y de la muerte en el mundo, pues la tragedia del domingo pasado, no nos cabe la menor duda, es fruto de la imprudencia y el abuso, es fruto del pecado. Cuánto podemos aprender de la experiencia ajena. Mucho tenemos que reflexionar sobre nuestros actos. Es importante que lo sepamos que no hay pecado personal, de cada uno, que cometamos que no tenga su consecuencia.

Por qué Dios permite el mal. El misterio del mal, y de esto estamos convencidos, es fruto del abuso de nuestra libertad. Cuando nos dejamos llevar por el egoísmo, por nuestros vanos intereses, por la tentación, caemos en el abismo del pecado. Rechazamos a Dios por un deseo desordenado de las criaturas.

No podemos dudar de la omnipotencia y la bondad divinas. Sí, Dios es bueno. ¿Y podemos seguir afirmándolo después de lo que hemos vivido? Sí, Dios es bueno. No lo dudemos. Dios es bueno y sabe más. Aquello que nos resulta incomprensiblemente doloroso, Dios lo conoce y sabe sacar abundantes bienes de los males. Recordemos las palabras del apóstol S. Pablo a los romanos: “Todo redunda en bien para los que aman al Señor” (Rom 8,28). Santo Tomás Moro, viendo cercano el trance de la muerte, decía a su hija Margarita en una de sus cartas: “No quiero, mi querida Margarita, desconfiar de la bondad de Dios, por más débil y frágil que me sienta.” Más adelante, continúa: “De lo que estoy cierto, mi querida Margarita, es de que Dios no me abandonará sin culpa mía. Por esto, me pongo totalmente en manos de Dios con absoluta esperanza y confianza.” Y finaliza esta hermosa carta: “Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”.

III. Respecto a la muerte, los cristianos creemos que la muerte no es término, sino tránsito; no es ruptura, sino transformación. Creemos además que, cuando nuestra existencia temporal llega al límite de sus posibilidades, en ese límite se encuentra no con el vacío de la nada, sino con las manos del Dios vivo, que acoge esa realidad entregada y convierte esa muerte en semilla de resurrección.

La muerte es ciertamente la crisis radical del hombre, una crisis irrefutable, a la que el hombre no puede responder. Nos quedamos mudos ante este misterio. Sólo Dios puede responder a esa interpelación, que también le toca a él; si realmente es el Dios fiel y veraz, el Padre misericordioso, el amigo y aliado del hombre, no puede contemplar indiferente lo que le ha ocurrido a su hijo. Dios está ahí para responder por él. ¿Y cuál es la respuesta de Dios ante el misterio de la muerte? Su respuesta es el cumplimiento de la promesa de vida y de resurrección.

Pablo decía a sus fieles de Tesalónica, como hemos escuchado en la primera lectura, en un trance parecido al que ahora estamos viviendo: "No os aflijáis como los hombres sin esperanza" (1 Tes 4, 13). Al Apóstol no prohíbe a sus cristianos la tristeza, pero les advierte que la suya no tiene por qué ser una tristeza desesperada. A la separación sucederá el reencuentro, en un plazo más o menos próximo, pero en todo caso seguro. El cristiano, como Cristo, no muere para quedar muerto, sino para resucitar; no entrega la vida a fondo perdido; la devuelve a su Creador y en él alcanza esa vida verdadera, esa vida eterna. Porque, notémoslo bien, no hay dos vidas, ésta y la otra; lo que se suele designar como "la otra vida" no es, en realidad, sino ésta plenificada, la que había comenzado con el bautismo y la fe ("quien cree posee la vida eterna", cf. Jn 5. 24) y que ahora se consuma en la comunión inmediata con el ser mismo de Dios.

Con el adiós al difunto, “se canta por su partida de esta vida y por su separación, pero también porque existe una comunión y una reunión. En efecto, una vez muertos no estamos en absoluto separados unos de otros, pues todos recorremos el mismo camino y nos volveremos a encontrar en un mismo lugar. No nos separaremos jamás, porque vivimos para Cristo y ahora estamos unidos a Cristo, yendo hacia él... estaremos todos juntos en Cristo” (S. Simeón de Tesalónica, De ordine sep).

IV. Por otra parte, estamos reunidos aquí también para rezar por nuestros hermanos. La separación que la muerte representa no significa que el difunto queda fuera del alcance de nuestro amor. Nuestro amor les llega en forma de oración. Y es toda la Iglesia la que ahora se une a nosotros, avalando, con su intercesión. Por eso, toda la comunidad parroquial reunida en torno al altar del Señor, expresa su comunión eficaz con nuestros hermanos difuntos, y con sus familiares, sobre quienes imploramos el consuelo divino.

Dice el Catecismo en su número 2677: "Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte". Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la "Madre de la Misericordia", a la Virgen Santísima. Nos ponemos en sus manos "ahora", en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, "la hora de nuestra muerte". Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra (cf Jn 19, 27) para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.

Fuentes: Catecismo de la Iglesia Católica, Ritual de Exequias, Liturgia de las Horas.

viernes, 26 de febrero de 2010

Porque ella nos trajo a Jesús

Una de las recomendaciones que recibí pocos días antes de recibir la ordenación sacerdotal vino en el e-mail de un profesor de la facultad. Me decía: “Douglas, que trates a las almas una a una”. He procurado seguir ese buen consejo. Reconozco que a veces las ocupaciones, sobre todo el día domingo, aprietan, y que no pocas veces he mostrado el tigre que, según dicen, todos llevamos dentro. ¡Cuántas veces me he visto pidiendo perdón por los arrebatos de mi mal carácter!

Un día domingo terminaba la Santa Misa principal de la mañana. Hacía mucho calor, como siempre en Guayaquil. Después de quitarme los ornamentos en la sacristía, suelo dirigirme al pasillo o al despacho donde atiendo a las personas, siguiendo aquella sabia recomendación: “una a una”. Pero eso día no tuve a nadie, de modo que con la sotana puesta, cogí la estola y me encaminé hacia el confesonario.

Terminaba de hacer mi genuflexión hacia el sagrario, cuando un niño de unos diez años se me acercó y se atrevió a hacerme una pregunta. Utilizo el verbo “atrever”, pues para muchos de su edad, e incluso mayores y con canas, el cura es alguien lejano, y lanzarse a hacer una pregunta o consulta al sacerdote puede convertirse en un acto de heroísmo. Esto me hace pensar en la mala fama que tenemos los sacerdotes: enojados y mal encarados. Quizá es culpa nuestra, pues muchas veces andamos pensando en “nuestras cosas”, que la comida de la semana, que el cambio de aceite del carro, que la limosna no alcanza para los sueldos del mes, etc. Con seguridad, un poco de confianza en la Providencia Divina haría más fácil el trabajo en la parroquia y nos evitaría menos arrugas.

Sigo con el niño heroico. Me dijo: “Padre, ¿puede hacerle una pregunta?”. “Dime, campeón”, le contesté. “¿Por qué hablamos tanto de la Virgen?”. ¡Qué buena pregunta!, me decía yo. Alguno quizá no se hubiera atrevido a hacerla. Iba a responder cuando él continuó: “Es que en la escuela hay un niño que es evangélico y me preguntó por qué hablamos tanto de la Virgen. Y yo le dije que es porque ella nos trajo a Jesús”. Me puse muy contento al oír su respuesta. Seguramente la Virgen la inspiró esa contestación. Ya lo había dicho todo. ¿Qué podía yo añadir? Pero para que se regrese a casa confiado en lo que él sabía, le dije: “Efectivamente, hablamos tanto de ella porque es la Madre de Dios”. Y se fue tranquilo.

viernes, 19 de febrero de 2010

Un ángel en el camino

Era de noche. Regresaba de una de las capillas de Bastión Popular. Me acompañaba, como era frecuente, uno de los monaguillos. Había llovido un poco, y el trayecto de regreso a la iglesia parroquial se había complicado un poco. Es fácil imaginar las piruetas que realizábamos, saltando de un lado a otro como Mario Bros, para llegar sin una pizca de lodo. Apresuramos el paso para llegar a tiempo para las confesiones antes de la última misa del domingo.

Bajando por una de las pocos calles, en eso entonces pavimentadas, llegamos a una esquina donde tres tipos estaban celebrando la victoria de Barcelona con unas “pescuezudas” (así son llamadas las botellas de cerveza). Los borrachos me causan cierta prevención, pues uno nunca puede estar seguro de cómo van a reaccionar. Además, en las anécdotas clericales, siempre aparecen como “amigos” de los curas.

Mientras bordeábamos aquel lugar de reunión y alegría, decía yo para mis adentros: “Ojalá que ninguno se me acerque”. Aquellos segundos en rápido descenso se hicieron eternos. Cuando pensaba que habíamos dejado atrás aquel obstáculo y que la victoria estaba conseguida, uno de los borrachos se puso en pie y desde atrás llamó mi atención: “¡Padreshito, Padreshito!” Esperó que me volteara. Así lo hice, y sin darme oportunidad de responder a su cariñoso saludo, prosiguió: “Padreshito, vaya con fe. Vaya con fe que nada le va a pasar.”

No supe si alegrarme o preocuparme por semejante cuidado, pues este tipo de favores tienen su contraparte. Mientras navegaba en estos pensamientos, a unos pocos pasos delante, en nuestro camino, un muchacho que estaba en la esquina gritó a voz en cuello: “¡Sale de aquí, no hagas zona!” ¿Cómo interpretar esta frase de verbo mal conjugado? ¿Será que aquel borracho estaba ofreciendo un “servicio” que no le correspondía, ya que no era su “zona”? Nos quedamos en medio de los dos bandos. El borracho, que no se intimidó ante la advertencia, respondió sin rebote: “¡Cuidado con el Padreshito, cuidado con el Padreshito!”, con lo que la vigencia del servicio de mi nuevo “ángel” quedaba asegurada.

¡La presa ha reventado!

Entrevista kath.net:  Señor Seewald, con motivo del anuncio de los nuevos cardenales nominados y del futuro prefecto de la Congregación para...