jueves, 22 de octubre de 2020

La entrevista y la Iglesia

Queridos hermanos:

A raíz de las noticias de ayer me han pedido algunas palabras sobre la confusa noticia de unas supuestas palabras del Santo Padre vertidas en un documental. Son dos ideas que se expresan en esa intervención, y que hemos encontrado en todos los medios de comunicación. Habría que esperar a ver el documental. Por otro lado, también estamos a la espera de un comunicado oficial de la Santa Sede que, hasta las 6.50 am, hora de Ecuador, no ha llegado.

Leo el primer texto: “Las personas homosexuales tienen derecho a estar en la familia. Son hijos de Dios, tienen derecho a una familia. No se puede echar de la familia a nadie, ni hacer la vida imposible por eso”. Estas palabras del Santo Padre están cargadas de acogida y comprensión. Las personas que sienten atracción hacia otras del mismo sexo son hijos de Dios, y no pueden ser expulsados de su familia. Deben ser acogidos y queridos, como hijos y hermanos que son. Cada uno tiene derecho ser acogido en su familia. Otra cosa es, y quizás se puede prestar a confusión en algunos medios, la expresión “tienen derecho a una familia”. Digo que esto puede facilitar un malentendido, pues hoy por hoy se entiende esta expresión como “derecho a adoptar hijos para formar una familia”, lo que contradice el bien de los hijos.

Leo el segundo texto de la polémica: “Lo que tenemos que hacer es una ley de convivencia civil. [Los homosexuales] Tienen derecho a estar cubiertos legalmente”. Estas palabras pueden también facilitar la confusión, pues la Congregación para la doctrina de la fe en el año 2003 dejó claro lo siguiente: “La Iglesia enseña que el respeto hacia las personas homosexuales no puede en modo alguno llevar a la aprobación del comportamiento homosexual ni a la legalización de las uniones homosexuales. El bien común exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, célula primaria de la sociedad. Reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas al matrimonio, significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y convertirlo en un modelo para la sociedad actual, sino también ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad. La Iglesia no puede dejar de defender tales valores, para el bien de los hombres y de toda la sociedad.”

Un reconocimiento legal de este tipo de uniones homosexuales provocaría dos cosas. Por un lado, no se llamaría a la conversión a los homosexuales activos. Recordemos lo que dice la Biblia sobre este tipo de pecados, por ejemplo, en 1 Cor 6, 9-10 y 1 Tim 1, 8-10. Por tanto, se aprobaría este tipo de comportamiento. Por otro lado, la ley tiene un carácter pedagógico. Si la ley dice que está bien, se corre el grave peligro de que se piense que moralmente está bien. Ése es el problema de reconocer como moralmente buenos los actos intrísecamente malos.

Añado, para evitar cualquier mal entendido, las palabras del Catecismo de la Iglesia católica: “Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición” (CCE 2358).

Sigue el Catecismo: “Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana” (CCE 2359). La Iglesia valora como inmorales, no la tendencia, sino los actos homosexuales y los califica como intrísecamente desordenados.

¿Qué hacer en esta situación de confusión? Hay un punto que me parece importante y que no tenemos en cuenta. La intervención del Santo Padre es una entrevista. Y como tal no tiene valor doctrinal. Se puede discutir si conviene o no este tipo de intervenciones y su influencia en los medios. No me corresponde a mí juzgar, pero sí reconocer que no todo lo que diga el Santo Padre en distintas áreas tiene el mismo peso doctrinal. Una entrevista no cambia la doctrina.

Quizás puede resultarnos iluminador el Evangelio de hoy (alguno pensará: ¡Por fin nos habla del Evangelio). Cristo no vino a traer paz al mundo, sino división. Parece una contradicción que el Príncipe de la paz traiga el fuego, la guerra, la división. Jesús no hace sino repetir la idea que ya expresó el anciano Simeón, cuando el Niño Dios fue presentado en el templo. Dice el texto: “Simeón los bendijo y le dijo a María, su madre: —Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción” (Lc 2, 34). 

La Iglesia, como esposa de Cristo, como discípula de Cristo, está llamada a ser también signo de contradicción. A veces, lastimosamente, la contradicción viene dada por el mal ejemplo que damos los católicos. Nuestro mal testimonio constituye una pesada incoherencia y un obstáculo para que muchas almas se acerquen a Dios y a la Iglesia. Pero, muchas veces la contradicción nos llegará (¡y debe llegar!) por defender, como Cristo, la verdad. Durante su vida terrena, a Jesús los persiguieron por manifestar la verdad: Él es el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador. La Iglesia, en la que estamos tú y yo, está llamada continuamente a dar testimonio de la verdad, sin que falte la caridad, aunque eso signifique padecer tribulaciones, aunque eso implique que el mundo no nos aplauda. “No queremos –decía Chesterton- una Iglesia que, como dicen los periódicos, se mueva con el mundo. Queremos una Iglesia que mueva al mundo”. Que la Virgen nos ayude con su intercesión y que en nuestra oración esté siempre el amor al Papa y a la Iglesia. Que así sea.

¡La presa ha reventado!

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