domingo, 9 de octubre de 2011

¿Por qué no le invitas?

Cuando converso con alguna persona de mayor confianza, que sigue los pasos del Señor, procuramos hablar del apostolado, y qué cosas concretas está haciendo para acercar las almas a Dios. Aquel pariente, ese amigo o amiga, ¿por qué no le invitas? ¿Por qué no le animas a que vaya a Misa, a que se confiese, a que se case…? ¿Por qué no le invitas?

El Evangelio de este domingo XXVIII del tiempo ordinario (Mt 22, 1-14) nos recuerda a ti y a mí que tenemos la obligación, por el hecho de ser bautizados, de hacer apostolado, especialmente con aquellos que tenemos más cerca. El rey que había preparado el banquete de bodas para su hijo manda a sus criados que llamen a los invitados. A pesar de la negativa de los convidados, los siervos continuaron con la misión que el rey les había encomendado.

Somos esos siervos a los que el Señor ha entregado una labor en las manos, la de comunicar a todos los hombres y mujeres de nuestros tiempo que hay un Dios que nos ha creado, que nos ama, y que quiere entrar en amistad con cada uno. En ese esfuerzo, recibiremos muchas respuestas negativas. Los más cordiales nos darán una excusa “razonable”: el negocio, el estudio, etc. Otros quizá reaccionen burlándose de nuestras convicciones. Y algunos manifestarán rechazo amargo a nuestra invitación.

Atrás debe quedar el miedo a ser rechazado. Pidamos al Señor que nos dé “audacia” para encararnos sin encogimiento, sin timideces, a hablar a la gente de Dios. Sólo en Él está nuestra felicidad. ¿Qué nos detiene? Recordemos las palabras de S. Pablo: “¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Como dice la Escritura: Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó”. (Rom 8, 35-37)

Contaba un sacerdote anciano que, mientras estaba en el confesonario, vio que dos jóvenes se sentaron en una banca de la iglesia. Aprovechó para encomendarlos, a ver si así se confesaban. Efectivamente, uno de ellos se acercó a la confesión y comulgó. El otro, no. Al terminar la Santa Misa, el sacerdote se decía a sí mismo: “Éste no se escapa”. Alcanzándolo en la puerta de la iglesia, le dice a aquel que no se confesó: “Me parece que no has comulgado. ¿Necesitas confesarte? ¿Puedo ayudarte?”. El joven respondió: “Padre, en mi oración le dije a Dios que mande una señal. Que si Él quería que me confesara, que el cura salga a buscarme. Y usted ha salido”.

¡Cuánta gente está esperando que le hables de Dios! ¿Qué te detiene? ¿Por qué no le invitas?

¡La presa ha reventado!

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